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Historias superficiales

En el taller de literatura al que asisto, la fabulosa Samanta Schweblin presenta su particular teoría del cuento: una fórmula con divisiones, abreviaturas y paréntesis que ha trazado en la pizarra. Cada significado de los códigos nos es revelado como una semilla que —instantánea— eclosiona en nuestro cerebro fértil, hasta que, en la base de la ecuación, la escritora se detiene: Hs vs Hs, se lee. Historia superficial versus Historia subterránea.

Según la argentina, todo relato magistral contiene una historia visible, material, física, y otra oculta, poderosa, que, en determinado momento, se manifiesta, alterando sin remedio el destino del protagonista y, por extensión, también el del lector. Algo que recuerda a la teoría del iceberg de Hemingway o a la metáfora que Freud usaba para diseccionar nuestra psique.

Vamos —simplifico, mientras anoto en el cuaderno—, que, al final, nada es lo que parece. Y, de manera casi automática, me apodero del axioma y lo aplico a diestro y siniestro a mis nuevas circunstancias. Días atrás discutí con un —supuesto— buen amigo y resulta que ejecutamos a la perfección las normas de la pizarra. Además, el asunto me ha conmovido de sobra y no dejo de regresar a la escena en un intento, hasta ahora inútil, por comprender. Existe un fotograma preciso en el que la máscara de mi interlocutor cae, su rostro se transfigura, el cuerpo se estira —el dedo en alto, cual tirano— y accede a revelar una monstruosidad enferma, endemoniada, que reprocha, chilla, ataca. Y mientras se desquita a su gusto y me compara a gritos con su padre —y yo respiro, respiro—, descubro que, hasta entonces, en aquellos diez años, apenas lo había conocido. Apenas. Que me había enterado de muy poco. O de nada. Y cumplíamos, con sobresaliente, las exigencias para la narración perfecta; con su historia subterránea que, por fin, brotaba.

Durante la clase, Samanta nos hace analizar un texto de Salinger, otro de Edgar Keret y pide, para la semana siguiente, un final alternativo a un cuento de Roal Dahl. La cabeza me echa humo como una olla exprés y a mis compañeras no les va mejor (la presencia es femenina y transoceánica). Fuera, en las calles de Berlín, la nieve ya empezó a derretirse.

Mientras tanto, en la oficina, las mañanas pasan volando. Me delegaron un trabajo de marketing y he de aprender tanto, todo nuevo y de sopetón, para la próxima campaña. Mucha tutoría por ver, mucho manual que estudiar. Mando unos documentos a imprimir y me cruzo, en el pasillo, con una chica de la recepción. Ya es la segunda vez que la idea me asalta. Por eso, visito la mesa de Heike y, sin reflexionar, lo suelto:

Erwartet Linda ein Kind?

Mi colega me mira, intrigada:

Woher weiss du das?

No soy capaz de concretarlo: puede que la forma de andar; ¿las caderas, quizá? Algo me llevó a pensar que estaba embarazada y no me equivoco ni debiera difundirlo.

Acudo a casa de mi amigo Fran a rescatar ropa y unas cajas. Con él me desahogo, le narro la discusión a cámara lenta, me emborracho con dos cervezas y, para la hora de la cena, parece que hubiese renacido. Fran vive solo en un amplio piso en Kreuzberg, a siete plantas de altura, con vistas tremendas. Siempre me atiende en una suerte de lynchiano desorden que hace sospechar que comparte la vivienda con una rata humana. Nuestros encuentros incluyen sesiones de tarot, devaneos astrológicos, comida basura e improvisaciones al sintetizador.

Me hallo repantigado en el sofá, creo que mi amigo me quiere mostrar algo en su portátil y reparo en la mariposa de fieltro de la pared de la cocina. Nunca la había visto; ni siquiera sintoniza con el resto del mobiliario, por eso me burlo de ella. Fran sacude mi memoria:

—Es de una fiesta. Me la regalaste tú.

Luego el sábado me dejo enredar en una discoteca de Ostkreuz. La noche también multiplica sus historias, parece un laberinto de espejos: caras nuevas, caras viejas, divertidos reencuentros —algunos, tras más de dos años—, apretones de manos, gente que busca droga y gente que la vende. Muchos me cuentan que están cansados de la ciudad, que aspiran a un cambio. Miguelito quiere mudarse a Australia, Danilo cambió de novio, Pau se queja del gatillazo en el aseo. Y a pesar de que las intenciones parecen honestas, todos salen a castigarse sin tregua y todos echan a temblar si el camello desaparece. Cuando vuelvo a abrir los ojos —ha sido tan sólo un pestañeo— el reloj marca las diez de la mañana y la pista de baile vibra, inmutable. Berlín amanece blanco de nieve.

Claudio se reincorpora el lunes. Un cólico lo había enviado de la oficina al hospital, donde le detectaron piedras en el riñón. Me precisa el diagnóstico y los terribles dolores en una de las pausas —su cara redonda, lunar, más pálida aún, si cabe—. También me confía que no pide la baja pues pretende que le aprueben sus vacaciones: cuatro semanas seguidas, una excepción formidable en la empresa. Eso sí: no piensa asistir a la cena propuesta por otros compañeros. La cena, asiento, casi la había olvidado.

Tiene lugar en un griego minúsculo, camuflado frente al Hasenhaide. Somos varios e irrumpimos acelerados por el hambre; tanto que, casi sin soltar los abrigos, ordenamos los entrantes y varias botellas de blanco. Traemos ganas de divertirnos, de gastar bromas, de cantarle a Heike, que cumplió días atrás. Brindamos. Con gula hundimos el pan en la salsa de los aperitivos, nos disputamos las aceitunas y el queso. Kirsten aparece —ya no trabaja en la empresa pero como si aún lo hiciera; pedimos más vino—. Luego, con los principales, el ritmo se sosiega y son las mujeres quienes mantienen la conversación. Cuchichean de las manías del jefe o de cualquier posible infamia de la empresa. En mi plato, la carne de cordero se deshace, tierna, sin apenas forzar el cuchillo. Y, en algún momento, descubro, que hablan de los sucesos de Colonia.

Al parecer, una amiga de Sandra pasó allá la Nochevieja y también la acorralaron y toquetearon, aunque escapó rápido de la muchedumbre. Todos quieren intervenir y casi al unísono, y he de concentrarme al máximo para seguirles. Heike desdeña las medidas de apertura al inmigrante y critica la ineficacia de la policía. Kirsten acusa a los medios aunque es capaz de entender los comentarios ultras. Moritz se burla del Islam por el placer de la provocación y Ralf escancia vino y extermina de una frase a toda Europa. Trincho otro pedazo de carne. Ni siquiera conozco bien el caso: sé que denunciaron dos violaciones y que episodios similares se dieron en Francfort e incluso en Berlín

De hecho, mis compañeros han pasado a cuestionar la seguridad de la capital. Kirsten narra cómo intentaron agredirla en Pankow, a media tarde. El episodio de Linda, en Warschauer Strasse, resulta aún más escalofriante, aunque sólo lo presenciara como testigo. De pronto, Sandra descarga sobre el mantel el contenido de su bolso y, de entre el revoltijo, selecciona un cilindro metalizado y un monedero colorido:

—En este —nos dice y se nota que ya está achispada—: llevo unos pocos euros. Por si me asaltan, que se lo lleven.

El bote es un spray de defensa.

No pedimos postre. Bebo mi digestivo y el de Linda.

El teléfono me conecta a mis colegas. Dominik parte a Irán al final de la semana; Diego está de visita para una prometedora entrevista; Brenton ha organizado la fiesta sorpresa de Álvaro; hablo, por fin, con Ricardo y su mellizo.

Mi querida Ana llama una tarde para presentarse después en el portal, al volante de una furgoneta. Está ayudando a la hermana de su chico con la mudanza y me trae unos muebles para la casa: un sillón, una cajonera, un espejo coquetamente enmarcado. Más tarde, cuando repaso la mercancía, descubro en el envés del espejo un escrito a lápiz de caligrafía infantil: Geschenk von Papa und Mama zum Geburstag. 1986.31.1.

Incluso el que era mi amigo me contacta por Facebook. Un epílogo que se me antoja interminable y, sin embargo, obligatorio, práctico.

Durante la siguiente clase, Samanta desmonta una historia de Lawrence Block sobre un asesino caníbal. Leemos también nuestros relatos e, incapaces de dominar el nerviosismo, la voz nos tiembla. Regresamos a la ecuación de la pizarra; se discuten posibles maneras de acabar un texto.

Este podría concluirse de infinitas formas. Podría mencionar que tras la clase pedaleé hasta el Lidl, que compré de sobra. Que cuando salí del super, noté la noche templada. Por aquella arteria de Neukölln transitaba una infinidad de gente de acentos múltiples, prisas varias, rostros ocultos y excéntrica mendicidad. Y la algarabía se dilataba a través de los cristales de los negocios y bajo mis pies, en el metro, con sus vagones amarillos que transportaban vida de un extremo a otro de la urbe. La torre del ayuntamiento jugaba con sus luces y allá donde mirase, descubría otra historia superficial retándome a ahondar en sus entrañas.

Demasiado peso. Demasiada ficción. Ajusté las bolsas en el manillar y opté por empujar la bicicleta. Caminaría hasta casa.

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