Soy Emilio, astrólogo profesional, y te ayudo a hacerle cosquillas al cosmos…

… para que el cosmos se ría contigo, te cuente sus secretos y te ayude a surfear las olas vitales

Afuera como en casa

Digamos que no alcanzo a renunciar a mi comodidad capitalina y la invitación para pasar unos días donde los papás de Andrés me acobarda: por vergüenza, por no incomodarles, por la distancia generacional. Después de dos semanas posponiendo la partida, finalmente, me armo de valor y marco el número que me ha anotado mi buen amigo. Una voz robusta y fresca responde. Casi juvenil. Es Tina, la madre:

     — Sí, claro, claro, Andrés ya me contó… ¿Y cuándo dice usted que viene?

     — Pues tenia pensado llegar mañana —respondo—, pero si no es mucho problema.

     — Claro, m’hijo, con mucho gusto. Aquí lo esperamos.

De manera que el martes temprano y por segunda ocasión desde que entré en el país, ocupo un taxi que me lleve hasta la terminal de Salitre. La primera vez, Asier me acompañaba y nos dirigíamos a acampar a la reserva de Río Claro, en el departamento de Antioquía. Ahora viajo a Armenia, en el Quindío, una de las principales ciudades —junto a Pereira y Manizales— del denominado eje cafetero colombiano.

Durante el trayecto me impaciento. La caravana de buses, camiones y particulares se arrastra como un caracol por la Nacional 40, conocida como La Línea. El espacio que en una recta equivaldría a un paseo, se entorpece ante los accidentes del terreno. Primero hemos de bajar la sabana bogotana hasta el valle del Magdalena para luego remontar la Cordillera Central. Ha habido un tranco, me dice, para colmo, un pasajero. Luego me hablan de un derrumbe y hasta de una vaca o una mula que tumbó a un auto. Incluso Tina me llama para averiguar cuánto me falta.

Arribo a su apartamento, al norte de la ciudad, pasadas las nueve, entre los ladridos de una perrita a la que llaman Luna. En seguida, espantan a la mascota hasta una colchoneta y me ofrecen asiento en el sofá mientras ellos se acomodan en sendas sillas enfrente. Tina y Julio César, los papás de mi amigo, son, pues eso, una pareja de padres, una pareja de abuelos. Su formalidad colombiana despierta mi retraimiento pero pasado un rato, el ambiente se ha distendido. Tina quiere calentarme sopa pero no manejo hambre y Julio César ha surgido con un generoso mapa en relieve de Colombia y ya me ha destacado las atracciones de la zona. Cuando me canso de examinar y recorrer con mis dedos la erizada orografía del país, lo traslada a mi dormitorio. Para que no me pierda, dice, para que siempre me sitúe.

El cuarto que me han preparado es fabuloso. Tina me muestra cómo manejar las cuerdas de las persianas; abre el armario: dispongo de toallas, perchas y espacio más que de sobra para mis pertenencias. Allá una mesita por si gusto de escribir. El mando del televisor para la pequeña tele. Julio César me enumera la clave del wifi.

     — Ahora, cuando le apetezca, se ducha, se está tranquilo, que nosotros nos vamos a dormir.

Es tarde para ellos, sobre todo para Tina, que acostumbra a madrugar.

A pesar del cansancio del viaje, termino trasnochando, embaucado en la lectura de un libro de Monterroso y, a la mañana posterior, después de un sueño sereno y continuo, saludo a Tina, que anda pendiente de mi apetito. En menos que un suspiro me sirve un desayuno compuesto de queso, huevos, pan, pandebono, buñuelos y, por supuesto, café; el primero de una lista de platos suculentos con los que la pareja me nutrirá durante mi estancia. Regresa Julio César de pedalear por los alrededores y escoge en la televisión del salón una cadena española que emite, en diferido, un programa matinal sobre salud.

     — Así está como en casa —dice.

Después del tercer café, consigo levantarme. Reparo en las estanterías de una esquina la afinada colección de autores: Borges, Calvino, Milosz, García Márquez; ensayos de Freud y Piaget; clásicos como La Anábasis, El Quijote y La Ilíada. Pertenecen a Julio César y a Felipe, el menor de los hijos, y el único que permanece en el país. En los días siguientes podré conocerlo.

De acuerdo con mi plano, Armenia parece pequeña y resulta que nos encontramos muy bien situados. Me tiro a la calle. Camino feliz hasta el Museo de Quimbaya, unas cuadras al norte, rodeado por un suave paisaje montañoso, de pájaros brillantes y temperatura agradable. Tras la entretenida y fugaz visita al museo, deshago lo andado y prosigo calle abajo. Atravieso la ciudad, adelanto el Parque de la Vida hasta que alcanzo el sendero peatonal de la Carrera 14, puro comercio y gente, centro vital de la ciudad que desemboca, cómo no, en otra Plaza Bolívar.

De vuelta, más arriba, en la Plaza de Sucre, escojo la terraza de un café y la tarde se me echa encima mientras devoro los relatos del autor guatemalteco. Tan sólo me interrumpe un pintor callejero para regalarme un retrato:

     — Es que era inevitable —reconoce tras presentarse.

El ocaso se demora. Juraría que oscurece después que en Bogotá y, por supuesto, no se siente ese frío inevitable que inunda la capital en cuanto el sol desaparece. De hecho, mientras paseo de vuelta a casa, se ha levantado una brisa sanadora y descubro las terrazas repletas. Es tal el agradecimiento con el que recojo las nuevas temperaturas que por un instante me siento trasladado a una avenida malagueña de mi infancia y adolescencia.

Tina, al verme, reclama:

     — Fíjate que yo me decía: ¿Será que Emilio se ha perdido?. Pero no, veo que no —y me planta una cazuela de frijoles.

Julio César escucha atento mi itinerario de la jornada mientras Luna sacude el rabo y me acerca su hueso de juguete para que lo lance. Esta vez, en la pantalla, un programa recoge el jolgorio de unas fiestas de un pueblo menorquín, donde los curas se suben a caballos bravos que irrumpen en los salones de las casas.

Y antes de las diez, mis amigos se han acostado. Yo sigo leyendo.

Me decido al día siguiente por Salento. Apenas a veinticinco kilómetros de Armenia, la pequeña localidad, atrae a una considerable parte del turismo local y, sobre todo, del extranjero. Recuerda a un caramelo envuelto en exquisito papel de regalo con su coqueta cuadrícula y su Calle Real colmada de boutiques, tiendas de artesanía y cafeterías costosas hasta las escaleras del mirador. Las fachadas lucen alegres colores primaverales, abundan los rincones donde se adivina el sosiego y las vistas desde el balcón se imponen, legendarias, pero el pueblo resuma cierto tufo a prefabricado y los tenderos, con su poco amabilidad, no consiguen disimular su hastío hacia el turista. En el atardecer, cuando la muchedumbre se aquieta, la puesta de sol enaltece el lugar y un sabroso aire fresco invita a la rebeca, a la camisa fina. Un poco después, unos hippies me revelan el truco: hay que pernoctar en Boquilla, el pueblito de al lado, a la vera del río y por cinco mil la noche.

Regreso a Salento dos días más tarde para explorar su principal atracción, el cercano Valle de Cocora. Es sábado, los jeeps parten de la plaza cargados de pasajeros y, en menos de media hora, nos dejan en la entrada de esta reserva natural, al pie del majestuoso Parque de los Nevados. Las interminables palmas de cera, reconocido símbolo del país, se mecen en el horizonte, elegantes y estilizadas. Fue Humbold quien descubrió esta especie autóctona cuyos troncos alcanzan longitudies de hasta ochenta metros. Narran que cuando el geógrafo y naturalista alemán envió las muestras a sus colegas europeos, estos le exigieron que revisara sus cálculos, pues cómo era posible que una palmera creciese a más de mil ochocientos metros de altura. Esta unicidad le valió al árbol su reconocimiento como símbolo nacional, si bien la ganadería y la deforestación actuales están haciendo peligrar la continuidad de la especie.

La caminata por el Valle es espectacular. Se puede realizar a caballo, acompañado de un guía, visitar una reserva de colibríes e incluso perderse durante varios jornadas de ascenso por los picos de los Nevados. Uno de los circuitos más famosos consiste en atravesar el valle, elevarse hasta el escarpado mirador de una finca y luego descender por un delicioso camino de tierra hasta el punto de partida. Carlos, un sonriente rastafari, nos ayuda a orientarnos —se me ha unido un grupo de suizas despistadas— y explica que el día es de una claridad y un sol irrepetibles, pues el ecosistema colecciona aguaceros y bancos de niebla. Desde luego, el astro calienta y el verde esmeralda del paisaje se percibe nítido, recortando las siluetas de las estiradas palmeras.

En Salento no dejo de reencontrarme con antiguos huéspedes del hostal de La Candelaria: Rafael, el crío galo que me apelaba hombre sabio; Ofri, quien me regaló unas cómodas sandalias hebreas; y el tándem franco-luso de dos aventureras que habían cruzado el Atlántico haciendo barcostop. Estas dos duermen en Boquilla. Vente, me animan, Es súper buena onda, muchos artesanos, muy barato. Seguro, les respondo, pero es que estoy con una familia que me trata como a un rey.

La guía y los folletos turísticos elogian otras atractivos próximos: el Parque del Café, con la montaña rusa más larga de Colombia; Panaca, donde se revive el estilo rural de las granjas; el Jardín Botánico, su Mariposario. A ninguno presto atención: sí conozco en una mañana el modesto pueblo de Filandia y una señora desde el balcón de su casa me explica, a voces y con un acento duro, que el famoso mirador ejtá en reparahione, pero va quedá mu bonito. Y otro, que era bien bueno, lo demolieron, porque quiso el alcalde, y un vecino que edificó al lado… pero también es verdad que allí se reunían muchos marihuaneroh. También visito el parque de la ciudad, el Parque de la Vida, que sorprende amablemente con sus dimensiones y donde me cruzo con un guatín —los primeros los divisé en Tayrona. Las tardes serenas repito en algún café de la plaza de Sucre.

En casa siempre hay comida esperándome, da igual la hora: una fuente con mango, piña o papaya, un refrescante jugo de guanábana, más frijoles, una pechuga de pollo, un pastelito de arequipe. Si no son Tina y Julio César quienes me lo ofrecen personalmente, me han dejado el plato preparado con una nota o me sirvo sin reparo del frigorífico. Un almuerzo me invitan a un restaurante del barrio y pruebo una versión reducida de la bandeja paisa (que lleva carne, carne y más carne). Nos sentamos a un balconcito con vistas a la calle y de nuevo me siento transportado a mis orígenes. Lo familiar me rodea. Por mi parte, les preparo una jugosa tortilla de papas. Lavo mi ropa y al regreso Tina ya la ha doblado y colocado en mi cuarto. Julio César se divierte imitando el acento de la península.

Para el martes siguiente esperan la visita de su hija y el nieto. Estoy en la cocina, bebiendo el enésimo café y charlando con Tina. Me pide que la acompañe hasta el cuarto trasero. Lo ha despejado para acoplar otro colchón y acomodar a más invitados.

     — No se le ocurra a usted marcharse porque vaya a venir mi niña -dice-, que yo ya lo tengo todo planeado.

Sonrío agradecido.

     — Ya veremos —le respondo—. Ya veremos.

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